Comentario
También llegó entonces a su plenitud otra herencia tardo-romana, la monástica, inserta en el mundo rural y en el ideal de alejamiento del mundo, aunque los monjes influían con su ejemplo religioso, gozaban de un prestigio popular muy superior al del clero secular, y muchos monasterios se integraban en las relaciones sociales y económicas como grandes propietarios de tierras y también a través de sus obras asistenciales (hospederías, asilos, orfanatos). Los monjes basaban su fuerza y su prestigio en el empeño de "preservar, sin ningún compromiso, la independencia de la fe y de la Iglesia" (Ducellier) frente a cualquier poder, sobre todo el imperial, hacia el que fueron siempre muy críticos, pero la riqueza también les alcanzó: la amortización de propiedad agraria por las iglesias y monasterios acabó siendo un problema político y fiscal importante por que era un proceso irreversible, casi siempre, en aumento continuo a causa de las donaciones; además, eran bienes parcialmente exentos de impuestos, de modo que su acumulación mermaba posibilidades al Estado. Casi nunca hubo confiscaciones, salvo en época iconoclasta, y muy pocas veces tomaron los emperadores rentas de sedes episcopales vacantes o de monasterios en situación excepcional.
Aunque el monacato era ya casi por completo comunitario, no faltaban también monjes giróvagos más integrados en la convivencia con el resto de la población, ni obispos que habían sido antes monjes y que traían a sus sedes el espíritu religioso de sus orígenes. En general, la influencia sociorreligiosa de los monjes fue intensa, como se demostró en sus tomas de posición a favor del culto a las imágenes. Durante el periodo iconoclasta, no obstante, se acentuaron los ideales de soledad y alejamiento del mundo en las nuevas fundaciones. De una de ellas, la del monte Olympo, en Bitinia, procedía Teodoro, instalado en el monasterio constantinopolitano de Studiou a finales del siglo VIII y restaurador del espíritu comunitario de las reglas de san Basilio, las más influyentes en el monacato oriental. El impulso reformador de Teodoro studita (m. 826) inspiró el apogeo monástico de los siglos X al XII, época de numerosas fundaciones que se regían por los escritos de san Basilio completados con normas propias en cada caso (typikón) que aseguraban su independencia del obispo y precisaban las formas de intervención de patronos o fundadores laicos, dueños a veces del edificio y tierras del cenobio. Cada comunidad monástica tenía a su frente un abad o higumene, cargo temporal y con mucho menos poder que su homónimo occidental benedictino. Algunos monasterios nacidos entonces son especialmente importantes: los del Monte Athos en el siglo X, cuya Gran Laura pasó de tener 80 monjes en el año 963 a 700 hacia el 1050, los del Monte Latros, en Asia Menor, el de San Jorge de los Manganes, en Constantinopla, fundado por Constantino IX, o Plovdiv, en Bulgaria, son buenos ejemplos. Más adelante, el nódulo del monacato bizantino se extendería a toda el área de influencia de la Iglesia ortodoxa.